Lo que más deseaba era que saliera de casa, su presencia aun encerrada en la recámara, le causaba estragos, no acostumbrada a las maneras de su edad, hacía un gran esfuerzo por tolerarla, fallando estrepitosamente. Este hecho consumía gran parte de su rutina. No concebía razón alguna a su existencia, no ayudaba en las tareas de la casa, carecía de iniciativa y al contrario, era un parásito consumista. Tenía que idear una manera de deshacerse de este bicho: dormía poco y callaba demasiado, ideando trampas caseras, accidentes fortuitos, quizás un secuestro bien planeado, pero no, siempre claudicaba, olvidando el asunto por completo.
Pero llegaba la mañana siguiente y escuchaba el rumiar entre los pasillos, los botines que bajaban y subían las escaleras, prendía la luz de la cocina y metía algo en el horno, entonces volvían los planes y las notas en el cuaderno, los pensamientos maquiavélicos, el golpe de suerte... Hasta que una mañana el rumiar, el subir y bajar, la luz en la cocina, y el horno dejaron de escucharse, intactos. No era fin de semana, día festivo, ningún viaje de emergencia o alguna cosa inesperada.
Salió de su recámara en medio de un lugar que antes familiar, parecía haber cambiado de color o de aspecto. Llegó al patio a la mesa del jardín, y observó que de arriba, pendía de la reja de la ventana una manta en donde se leía: "¡Feliz cumpleaños mamá!".

